Creo que no hay mejor sensación en invierno que cuando el sol roza la cara. El calor en la piel. Sacar las gafas de sol de su funda. Notar la montura fría y pasear sin rumbo fijo sobre la arena de la playa en enero.
Me gusta visitar la playa en invierno. En días soleados, como el domingo de la semana pasada. Con los tonos azules saturados. Andar sobre la arena, escuchar el ruido de las olas llegando a la orilla. Pasear con calma y con la cámara de fotos colgada del cuello, parando en cada detalle. Toqueteando las opciones de la máquina, probando cosas.
Mirando de lejos a D., enfrascado en capturar horizontes. Aunque luego no pase sus fotos al ordenador, ni las suba a Instagram y se queden almacenadas en una tarjeta SD. Mi novio es un antiinfluencer de manual.
Volver a pisar la arena de mi infancia, donde hice castillos que las olas se llevaron, donde aprendí a nadar, donde probé el agua con sabor a sal, donde entraba en el mar colgada del cuello de mi padre. Donde comíamos bocadillos, filetes empanados y tortilla de patatas. Donde nos hacían esperar dos horas para hacer la digestión y volver al agua.
Aproveché el día para gastar carretes. Por fin, el de la Yashica, de la que he descubierto que no le funciona el contador de fotos. Y estrenando una Fisheye de la que espero publicar sus resultados en el próximo #1mes1film.
Una mañana de sol y playa… En pleno enero. O lo que es lo mismo, un puñado de fotos sin mucha explicación pero con muchas ganas.











PD: La localización es el Pont del Petroli de Badalona y sus cercanías.
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